¡Ah, el famoso miedo a cobrar por tu trabajo! Tan común que deberíamos tener terapia semanal (ahora que las emociones parecen ser tan frágiles en nuestra sociedad). Así es que vamos a destriparlo un poco.
Primero, hablemos de ese sentimiento de culpa, esa pequeña voz interior que dice:
- «No seas egoísta, préstaselo a tu primo».
- «Dale uno, tú tienes dos».
- «Hay más placer en dar que en recibir».
- «El dinero es la madre de todos los vicios».
- «Lo importante es la amistad, no el dinero».
- «¿Qué pasó?, ¡Si somos parientes!».
Es como si hubiéramos sido programados con un chip de culpa incorporado, que nos dice que pedir dinero por nuestro trabajo es un pecado mortal. Como si nuestro tiempo, desvelo y esfuerzo, valiera menos que el de los demás.
Y luego está esa joya llamada Síndrome del Impostor.
Te sientes como si estuvieras engañando a todos, como si en cualquier momento alguien fuera a desenmascararte y gritar:
- «¡Ajá! Sabía que no eras tan bueno como decías».
- «Ahhh, si eso lo aprendiste en YouTube».
- «¿Cómo? Si tu tienes el Kínder trunco».
Esa autocrítica interna que se empeña en decirte que no eres lo suficientemente bueno, que cobrar por tu trabajo te convierte en desleal y que necesitas la aprobación de todos los demás.
Porque, claro, si no te dan su bendición, debes estar haciendo algo mal, ¿no?
Ah, y no olvidemos la creencia arraigada por la iglesia de que intercambiar dinero por servicios es un pecado.
Nos han programado para creer que cobrar por algo que hacemos es casi un acto de herejía.
En cambio, cuando somos empleados es diferente, solo recibimos nuestro salario, nos vamos al extremo sobre valorando nuestros conocimientos y capacidades y reemplazamos la culpa por el resentimiento al sentir que es poco lo que nos pagan. Ahora nos sentimos aliviados porque no somos nosotros quienes tenemos que cobrar y trasladamos esa culpa y responsabilidad al patrón o la empresa, ¡Por fin le decimos adiós a la culpa!
Sin embargo cuando decides ser tu propio jefe y tienes que decirle a alguien cuánto cuesta tu trabajo, de repente te invade la culpa. Primero piensas que estás cobrando demasiado, luego que el cliente no puede pagar y terminas queriendo regalar tu trabajo. ¿Por qué? Porque tienes una necesidad insaciable de aprobación y un miedo paralizante al rechazo.
Es como un dúo dinámico haciendo que cualquier interacción financiera sea una pesadilla emocional.
Y luego está la lealtad generacional.
Somos fieles a la pobreza, a la carencia y al no merecimiento, a considerar que el juicio y criterio de los demás es más importante que el nuestro. Es como si estuviéramos en una competencia para ver quién puede ser más leal a la queja y al sacrificio.
Pero reflexionemos, si no eres tú quien valora tu propio trabajo, si no eres tú quien reconoce tus logros, si no eres tú quien da precio a tus conocimientos y capacidades, ¿Quién más lo hará? (si, si, tu mamá, ya sé… Pero ella no cuenta ¿ok?).
La solución es sencilla. Toma las riendas como el adulto que eres. Dale unas vacaciones a tu crítico interno y habla con esa voz interior, y reconoce que está bien cobrar por lo que haces, que tus conocimientos lo valen, que tus desvelos y sacrificios tienen un valor, el valor que no requiere del reconocimiento ajeno.
Levanta la cara y da el valor a tu producto, cree en él y en ti mismo. Y recuerda, el dinero que cobras no es una carga de culpa impuesta por creencias absurdas, es una justa retribución a tu talento y esfuerzo.
Así que la próxima vez que alguien te pregunte el precio, en lugar de sentirte como un impostor o buscar desesperadamente su aprobación, simplemente sonríe y diles el precio con confianza.
Y si te preguntas por qué, la respuesta es simple.
¡Porque tú lo vales!…